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jueves, 6 de diciembre de 2018

Viernes 30 de enero, 31°C

No era un viernes para quedarse en casa. Era el primer viernes sin los chicos. Sola.
Tomé el tren sin pensar adónde; tenía un libro y con eso me alcanzaba. En un tris llegué a Retiro. Caminé por el andén hasta salir de la estación y crucé a la plaza. No sabía bien qué hacer y dejé al calor decidir por mí: me paré debajo de la sombra de un árbol gigante. En ese tiempo fumaba de día aunque hiciera calor y fumaba en la calle aunque estuviera sola. Así que me quedé ahí parada y encendí un cigarrillo. Un hombre, que nunca supe de dónde había salido, se acercó y sin ningún preámbulo me invitó un café, no esperó a que responda y agregó que era mozo de la pizzería de la esquina –como si eso le diera credencial de inofensivo–, ésa, señaló mientras decía: la más importante. Miré de reojo, era conocida, apagué el cigarrillo y me quedé muda, estática. Insistió y redobló la apuesta. Dijo que por ahí cerca había un hotel, y que después del café podríamos ir a charlar un rato. Me dio repulsión. Estaba enojada más que asustada, pero no se veía gente por el lugar así que no me animé a nada. Como vio que seguía callada me hizo una promesa: después del hotel te voy a comprar un par de zapatillas, de esas altas, de las que tienen colores llamativos y resortes en la parte del talón. Nunca supe de qué me hablaba. Pasó una pareja y aproveché para irme. Nunca más volví a fumar de día, mucho menos sola y en un espacio público. Nunca más volví a ese lugar.
¡¿Zapatillas con resorte?! Confieso que me reí.

domingo, 25 de noviembre de 2018

Viaje en tren

El hombre que estaba sentado al lado mío no dejaba de moverse, parecía que quería llamar la atención. Primero le dio charla a la mujer con el ambo de enfermera que estaba sentada enfrente, le preguntó algo sobre su perro y la falta de calcio. La mujer le contestó amablemente y enseguida se calzó los auriculares.
El hombre siguió con los movimientos inquietos, y su pregunta me agarró distraída, quería saber cómo se llamaba el libro que había guardado. Me costó entender de qué hablaba, me costó acordarme el nombre del libro, me costó acordarme de que tenía un libro. 
El periodista y el asesino, le contesté, mirándolo de reojo y con la sorpresa sonando en los labios. 
Me miró un rato y volvió a lo suyo: tamborilear los dedos, jugar con los cierres de la mochila… y a la carga otra vez. Ahora quería que le cuente de qué se trataba. Pensé que el viaje lo aburría o que no quería dormirse y me presté a la charla. Esta vez lo miré de frente: era un hombre joven, morocho, lindo rústico y tenía ropa azul de trabajo.
La conversación no dio para mucho, un par de chistes tontos sobre quién había sobrevivido en la historia del libro y nada más.
Así que seguí en la mía, escuchando conversaciones que no me interesaban y él siguió con esos movimientos que me intranquilizaban. 
Pasaron las estaciones. Llegué a mi destino y cuando me estaba levantando sentí su mirada. Me giré, lo miré, y estúpidamente le prometí que la próxima vez que nos cruzáramos le iba a contar el final.
Sonrió y me dijo chau.
Me bajé. Algo sonó en mi cabeza, algo me resultó familiar.
El tren arrancó y desde el andén lo vi mirarme por última vez. Lo vi mirándome fijo y con los labios apretados.