Tomé el tren sin
pensar adónde; tenía un libro y con eso me alcanzaba. En un tris
llegué a Retiro. Caminé por el andén hasta salir de la estación y
crucé a la plaza. No sabía bien qué hacer y dejé al calor
decidir por mí: me paré debajo de la sombra de un árbol gigante. En
ese tiempo fumaba de día aunque hiciera calor y fumaba en la
calle aunque estuviera sola. Así que me quedé ahí parada y encendí un cigarrillo. Un
hombre, que nunca supe de dónde había salido, se acercó y sin ningún preámbulo me invitó un café, no esperó a que responda y agregó que era mozo de la pizzería
de la esquina –como si eso le diera credencial de inofensivo–,
ésa, señaló mientras decía: la más importante. Miré de reojo, era conocida, apagué el cigarrillo y me quedé muda, estática. Insistió y redobló la apuesta. Dijo que por ahí
cerca había un hotel, y que después del café podríamos ir a
charlar un rato. Me dio repulsión. Estaba enojada más que asustada, pero no se veía gente por el lugar así que no me animé a nada. Como vio que seguía
callada me hizo una promesa: después del hotel te voy a comprar un
par de zapatillas, de esas altas, de las que tienen colores
llamativos y resortes en la parte del talón. Nunca supe de qué me
hablaba. Pasó una pareja y aproveché para irme. Nunca más volví
a fumar de día, mucho menos sola y en un espacio público. Nunca más volví a ese lugar.
¡¿Zapatillas con resorte?! Confieso que me reí.
¡¿Zapatillas con resorte?! Confieso que me reí.