Buenas buenas, hoy sábado, frío y lluvioso en Buenos Aires, le toca el turno a un nuevo relato de Walter, que nos escribe (como hace tiempo ya) desde el otro lado del charco, España, donde la temperatura hasta donde sé es bastante alta para la época. Las imágenes son fotos de Vincent Price en este caso, para darle un poco de ambiente a la lectura, así que ¡a ponerle fuerza!
Que lo disfruten, los dejo con él:
Tres cigarrillos y muerte.
Encendí un cigarrillo. Era completamente blanco. Alargado, como los cigarrillos normales. La punta enseguida ardió con la llama del mechero y prendió el papel y el tabaco. El humo recorrió la corta distancia hasta mis labios y entró en mi boca. Lo aspiré y penetró mis pulmones. Sentí el placer que sentía siempre que fumaba. Y lo expulsé exhalando. La nube del espeso humo salió de mi y se extendió por el aire. Se veían claramente los ribetes y las formas que hacía. La luz era ligera y amarillenta.

El cilindro quedó firmemente cogido entre mis dedos índice y mayor. La postura era la de siempre, una postura normal para coger un cigarrillo. Tenía el brazo derecho apoyado en la mesa por el codo, levantado hasta la altura de mi cabeza. La luz proyectaba su forma en la superficie de madera y creaba un dibujo realista, aunque tal vez extraño. Incluso en el mundo de las sombras el humo ascendía, serpenteando hasta perderse de vista.
Dejé caer un poco de ceniza en el cenicero y carraspeé ligeramente. Luego di otra calada. Inspeccionaba rastros de lo que estaba pasando en lo que me rodeaba. Las sombras de la casa eran evidentes. Una casa sola, casi vacía. Sólo estaba yo en ese entonces, habitando en una habitación que parecía muy lejana a esa realidad corta, breve e inexorable. No había música, no había ruidos. Sólo nuestros cerebros, nuestras respiraciones, nuestros parpadeos. Sólo nosotros. Nos habíamos encerrado en aquél comedor.
-Debes de preguntarte por qué he elegido que estemos aquí-dijo, de repente, él.
-Sí-contesté yo, mirándole fijamente.
Sus ojos eran verdes y frescos como un mar paradisíaco. Los guardaban dos gruesas cejas rojizas. El humo del cigarrillo parecía anegarle la cara entera, pero no se quejaba. Su tez era anaranjada, quizás por la luz, pero me había dado esa impresión desde que le había visto. El pelo abultado y alocado crecía desde su frente, ni muy amplia ni muy estrecha y revoloteaba alrededor de su mirada y sus labios finos, cerrados.