Sos un hijo de puta, vos me metiste en esta casa de mierda.
Le grita mi vecina al marido.
En esta casa de mierda... repito.
Y escucho los gritos, las puertas que se golpean, las cacerolas contra la pared.
¡Esta casa de mierda! grita.
El nene llora y escucho ¡Basta mamá!
¡Vos también me rompés las pelotas, pendejo! ¡Los dos me rompen las pelotas!
¡Y esta casa de mierda!
Y quiero correr a decirle que deje de gritar que es una casa de mierda. Que ya la escuché, que ya la escuchamos todos. Que deje de gritar y escuche al hijo que ya la escuchó también.
Y quiero decirle que si ella no hubiese hecho cortar la planta de jazmines apenas llegó a la casa,
o talado desde la base el Árbol del amor y la Lila de las indias que había plantado mi vieja, y cuidábamos con tanto cariño, esa no sería una casa de mierda.
Que si ella hubiese dejado la mesa de madera rústica, en la que tomábamos mate
con mi hermano y mi cuñada antes de que se mudaran, en vez de cambiarla por esa
mesa súper moderna de plástico forrada en tela, esa no sería una casa de mierda.
Que si hiciesen un guiso de vez en cuando, o unas milanesas con puré o papas fritas,
o un bizcochuelo, y un mate espumoso con limón y miel, y no gritara tanto;
la casa se llenaría de sonidos, olores y sabores que abrazan y esa no sería una casa de mierda.
Que en esa y en esta casa (que antes eran una) me crié con mis hermanos, y que tuvimos padres que la hicieron, que no es una casa de mierda. Que ahí y acá crecimos, que nos volvimos adultos de un cachetazo, y que tuvimos hijos que gatearon por ese y este piso; y perros y gatos.
Y que el fondo se llenaba de pájaros: calandrias, jilgueros, torcazas, gorriones. Que el mío se sigue llenando de pájaros, y que el de ella no. Y que ojalá no la hubiésemos tenido que partir al medio, ni vendérsela a alguien que no la merece. Y que le quede claro que la casa no es una casa de mierda.
Y que cuando éramos chicos sabíamos: Quién lo dice lo es.