miércoles, 9 de noviembre de 2016

Innocence



Era un hermoso domingo de sol. Rebeca yacía boca arriba sobre una espesa capa de hojas amarillas y rojas, los brazos desnudos abiertos de par en par, los enormes ojos azules reflejando el cielo. El largo pelo naranja extendido como alegres rayos de sol.

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Rebeca caminaba disfrutando el momento, por sus auriculares salía la voz de Avril Lavigne cantando Innocence, no sabía de qué iba la letra pero la melodía acompañaba su estado de ánimo y una sonrisa se dibujó en su cara. Se sentía plena, quería seguir disfrutando y que esa sensación durara para siempre, aunque ella bien sabía que “siempre” y “nunca” eran demasiado tiempo. Las hojas crujían bajo sus pies y el sol le calentaba el cuerpo.  No había mucha gente circulando por el parque esa mañana y se le antojó que todos se habían ido a otro lado, a la costa- pensó - es cerca y es lo que todos hacen cuando pueden escapar de la ciudad. Imaginó muchas situaciones, le divertía pensar qué hacían las “otras personas”, imaginaba familias enteras haciendo los preparativos del viaje, o a parejas felices sin niños y ¿por qué no? a alguna mujer mayor sola con sus penas, sola como ella sí, pero con penas y mayor. Y trató de pensar qué podría estarle pasando, pero nada triste se le cruzó por la mente así que desvió ese pensamiento oscuro para que no se le fueran a contagiar las desgracias de esa otra a la que no conocía de nada. Al fin y al cabo se la había inventado.
De pronto un sonido la devolvió a este mundo, un ancianito sentado en un banco golpeaba su bastón contra el suelo, tac ¡tac! Uno suave primero y uno fuerte después, paraba un momento y lo volvía a repetir: tac ¡tac!
Rebeca se detuvo y sus pensamientos se colgaron de ese sonido, siguió con su mirada los ojos del hombre que se  perdían en el suelo lleno de hojas, imaginó que sería viudo, o tal vez el ex marido de la mujer mayor que se había llevado sola sus penas a la costa. De repente le pareció divertido haberlos relacionado, uno era real y el otro inventado. Levantó sus ojos del suelo y se cruzó con la mirada oscura, pétrea, penetrante del anciano, que ahora se encontraba parado frente a ella. Un escalofrío le recorrió la espalda y se estremeció.
El sonido del bastón ya no se escuchó afuera… el tac ¡tac! crujió adentro de su cabeza y en la cara del viejo se dibujó una expresión enajenada.

***

 Rebeca yacía boca arriba sobre una espesa capa de hojas amarillas y rojas, los brazos desnudos abiertos de par en par, los enormes ojos azules reflejando el cielo. El largo pelo naranja extendido como alegres rayos de sol. Las piernas blancas cruzadas una sobre la otra ocultando púdicamente el sexo profanado. Suaves, blancas, frías… como sus manos, como su cara. El pecho en una torsión extraña, la boca delicadamente abierta, como la de una muñeca. Una muñeca lívida, inmóvil, rota.

                                                                                                                           Silvio Mathar
                                                                                                           

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