Dormir la siesta es mi mayor acto de rebeldía. Tarde por medio, mientras me refriego contra el colchón cual gato querendón, me recorre el placer malsano de imaginarme la autopista atascada, rezumando gases malignos, contaminación sonora, impuntualidad, desesperación; los ojos arrugados del administrativo del piso 19 que no supo renunciar cuando tenía que hacerlo, quince años atrás; la calefacción perezosa haciendo lo que puede en el salón de ventas; las puteadas de clientes homicidas por las líneas del call center, las amenazas de una señora sudorosa y mal teñida en el mostrador de Claro, Personal, Movistar; alguien muy joven y vapuleado trayendo el libro de quejas. Cosas así.
Y en ese estado mental, tarde por medio apilo mis dos almohadas y abro bien la persiana antes de acostarme boca abajo y caer en la inconsciencia.
Sólo después de que suena el despertador, pienso en qué hacer de cenar y dónde conseguir las mejores ofertas para estirar la plata una siesta más.
Por Marilú