El brillo contrasta con la opacidad de las maderas roídas.
Me llama.
Arrastro los pies por la arena húmeda. No sé si soy yo quien empuja el agua cuando llega o si es el agua la que me empuja a mí.
A medida que me acerco, el brillo se multiplica. Se convierte en montones de estrellas distribuidas entre los muchos pilotes que sostienen el muelle, hundidos en la arena y que se internan en el mar.
Me apuro, pero no demasiado. Aunque quiero saber, no quiero que se desvanezca el misterio.
Pero es inevitable: llego.
Las estrellas ahora son chapitas rectangulares. Algunas de bronce, otras de aluminio, otras no sé.
Recordatorios que dicen: "A Luz. Te amaremos por siempre. A 10 años de tu partida. 15/9/78". O: "Jonio", con una cruz tallada de puntitos.
Me provocan curiosidad y angustia. Son muchas. ¿Por qué están ahí? Nunca adivinaría sus historias.
Avanzo hasta donde dejo de hacer pie. Lleno mis ojos con sus nombres clavados debajo del muelle, en los pilotes de madera podrida.
Leo todos los que puedo. Sus nombres de sal. Lamidos por el agua cada vez que crece el mar.
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