Todo tiene que estar bien dispuesto sobre la mesa: el mate, la bombilla, el
termo con el agua caliente, sin limón esta vez porque no tengo, así que va con
jengibre; la botellita con agua fresca por si la del termo está muy caliente
(siempre está muy caliente). La yerbera, la miel, la cuchara. Las galletitas de
agua, la manteca, el cuchillo.
Está todo. Me siento, prendo la computadora mientras que mi cabeza anticipa
el momento de cargar el mate con la yerba, de sacudirlo. Y caigo: mi mano
derecha se va llenar de polvo y no agarré el repasador. Me levanto, tengo que
poner un poquito más de atención a los detalles, ganarle a mi necesidad de que
siempre falte algo para no quedarme quieta ni cinco minutos en un lugar. Ahora
sí: set para desayuno completo.
Me trajo hasta acá una frase: “Cambiá el chip, prima”. Cambiá el chip de
estar triste, completo para mis adentros. Y le aviso al lector: sólo es una
tristeza de a ratos, pero que pega y sacude como un viento bien fuerte, como esos que me cuenta mi amigo que hay allá en el sur. De los que te si te agarran te dejan un poco turulato.
Estoy sentada frente a mi hermoso ventanal, las cortinas abiertas dejan ver
el patio. Salvaje. Las plantas hacen lo que se les da la gana. Desparraman semillas, germinan y crecen.
Necesito escribir la frase para que germine, pienso. Escribirla es como
ponerla en un frasquito con un papel secante y un algodón húmedo. Necesito que
germine y que crezca dentro de mí.
Cambiar el chip.
Me recomendó mi primo, que murió recientemente. ¿Recientemente con respecto a qué?,
me pregunto. Siento que es una palabra que no tiene mucho sentido en este
escrito. Y me doy cuenta de que, además, puedo mantener el cuerpo quieto unos
minutos, pero la cabeza no, así que vuelvo.
Me lo dijo él, que cargaba (sin saber) sobre las palabras todo el peso de
una irrespetuosa enfermedad.
Cambiá el chip, dijo. Ahora tengo que averiguar cómo hacerlo. Y lo voy a hacer.