El hombre
que estaba sentado al lado mío no dejaba de moverse, parecía que quería llamar
la atención. Primero le dio charla a la mujer con el ambo de enfermera que
estaba sentada enfrente, le preguntó algo sobre su perro y la falta de calcio.
La mujer le contestó amablemente y enseguida se calzó los auriculares.
El hombre
siguió con los movimientos inquietos, y su pregunta me agarró distraída, quería
saber cómo se llamaba el libro que había guardado. Me costó entender de qué
hablaba, me costó acordarme el nombre del libro, me costó acordarme de que
tenía un libro.
El
periodista y el asesino, le contesté, mirándolo de reojo y con la sorpresa
sonando en los labios.
Me miró
un rato y volvió a lo suyo: tamborilear los dedos, jugar con los cierres de la
mochila… y a la carga otra vez. Ahora quería que le cuente de qué se trataba.
Pensé que el viaje lo aburría o que no quería dormirse y me presté a la charla.
Esta vez lo miré de frente: era un hombre joven, morocho, lindo rústico y
tenía ropa azul de trabajo.
La
conversación no dio para mucho, un par de chistes tontos sobre quién había
sobrevivido en la historia del libro y nada más.
Así que
seguí en la mía, escuchando conversaciones que no me interesaban y él siguió
con esos movimientos que me intranquilizaban.
Pasaron
las estaciones. Llegué a mi destino y cuando me estaba levantando sentí su mirada.
Me giré, lo miré, y estúpidamente le prometí que la próxima vez que nos
cruzáramos le iba a contar el final.
Sonrió y
me dijo chau.
Me bajé.
Algo sonó en mi cabeza, algo me resultó familiar.
El tren
arrancó y desde el andén lo vi mirarme por última vez. Lo vi mirándome fijo y con
los labios apretados.